1 de noviembre de 2003

La divulgación está en el ojo que la lee

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 25 (noviembre 2003-enero de 2004)

¿Qué es arte y qué no? ¿Cómo distinguir una obra de arte de algo que no lo es? Los posibles criterios son innumerables, y todos dejan algo qué desear. Quizá, cuando mucho y en un sentido muy laxo, puede proponerse que “arte” es aquello capaz de provocar una experiencia de tipo estético en el espectador. (Queda entonces el problema de si se debe considerar arte a una puesta de sol... ¿puede haber arte “natural”, sin necesidad de haber sido creado con intenciones “artísticas”? Los objects trouvés de Duchamp parecen ser prueba de que sí: es el contexto, y sobre todo la experiencia que un objeto en ese contexto provoque en el espectador lo que le puede conferir la calidad de “arte” a un mingitorio.)

El problema de distinguir la divulgación científica de otras cosas (enseñanza, diversión, propaganda comercial o gubernamental) es semejante. A los divulgadores nos gusta suponer que es nuestra intención de comunicar la ciencia a un público voluntario y no especialista lo que le confiere su carácter divulgativo a nuestros productos. Pero es posible que el público no los perciba así.

A despecho del emisor de un mensaje, es el receptor quien lo decodifica, quien lo interpreta en sentidos que a veces difieren o contravienen directamente las intenciones originales con las que fue emitido. (Una visita a un museo puede llegar a parecer, tristemente, una clase.)

Es por eso que hay quien se lanza desesperadamente a “investigar” las maneras de lograr la menor distorsión y la mayor eficacia posible en los mensajes de divulgación. Idea que no sobra; sobre ello quizá pudieran enseñarnos más publicistas y mercadólogos que los propios pedagogos.

Pero la realidad del lector activo que “crea” (inevitablemente) su propia lectura tiene otra consecuencia: algo creado sin intención divulgativa puede ser leído con ese talante. Ejemplo obvio es una novela de ciencia ficción, pero también una conversación, la reparación de un artefacto, un paseo por el campo e incluso una clase pueden, si se abordan como la oportunidad de conocer o entender algo por gusto y no por obligación, convertirse en una excelente experiencia de divulgación. La oportunidad de acercarse a la ciencia puede saltar en cualquier lado para el espectador atento.

Quizá la obsesión por controlar cómo se reciben nuestros mensajes nos roba la oportunidad de explorar libremente la diversidad de lecturas sorpresivas que puede lograr el público. Un público que, finalmente, no está sujeto a nuestros deseos.

1 de agosto de 2003

Divulgadores utilitaristas

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 24 (agosto-octubre de 2003)

Oscurecer la luz, convertir el pan en carbón, la palabra en tornillo.

Pablo Neruda

De vez en cuando, y sobre todo cuando el dinero escasea, resurge cíclica la discusión sobre la “utilidad” de la ciencia. Se comparan las correspondientes virtudes de sus dos caras opuestas, la básica y la aplicada (se trata más bien de caretas: ciencia sólo hay una, lo otro son aplicaciones), y se argumenta que, en tiempos de escasez, hay que sacrificar la primera en aras de la segunda, pues ésta sí ayuda a resolver problemas urgentes. Se olvida que la ciencia, como dice Ruy Pérez Tamayo, sólo resuelve problemas científicos.

Los divulgadores científicos a veces caemos en este tipo de concepciones utilitaristas, y no falta quien afirme que sólo vale la pena divulgar la ciencia “aplicada” (o aplicable). Es más: se piensa que es sólo por sus aplicaciones que la ciencia tiene algún valor.

Esto equivale a pensar que un poema, un cuadro o una sonata sólo son válidos si transmiten un “mensaje útil”. Que sólo las novelas que contienen alguna “enseñanza” deben ser leídas (como si una novela pudiera no tener enseñanza... sólo que se trata de una concepción distinta de enseñanza: la que enriquece nuestra visión del mundo, la forma en que vivimos la vida, no la que “enseña” conceptos, valores o reglas).

En realidad, la ciencia es, de todas las formas de abordar el mundo, la que nos ofrece la mayor riqueza. La que nos muestra no sólo cómo son las cosas, sino por qué son. Es una visión que cambia y evoluciona, haciéndose más rica y diversa. Frente al asombro, al sentido de maravilla que la ciencia nos ofrece al permitirnos ver la luz, entender, al mostrarnos un atisbo del mecanismo detrás de las cosas, el hecho de que el conocimiento que produce pueda (o no) aplicarse para producir tecnología se vuelve casi irrelevante. Estoy convencido de que el verdadero valor de la ciencia, el que debe apoyarse, y naturalmente el que debe divulgarse, es este valor estético, similar al de las artes.

Así como no se escribe una novela para algo, más allá de para escribirla y para permitir que sea leída, no se hace ciencia para producir aplicaciones, sino por el placer mismo de descubrir más acerca del universo. Y no se divulga para enseñar, sino para compartir el placer, el asombro gozoso de entender. Lo cual no quiere decir, desde luego, que hacer –y divulgar– ciencia no tenga también infinitas aplicaciones prácticas. Pero eso, ¿qué importancia puede tener para quien ha visto el reino?

1 de mayo de 2003

La tensión esencial

por Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 23 (mayo-julio 2003)

Rigor científico, por un lado, y amenidad e interés para el lector, por el otro. He ahí los dos escollos que, como Escila y Caribdis, acechan al divulgador científico.

Pero para no utilizar imágenes trilladas, exapto, utilizando el término creado por Stephen Jay Gould, el título del famoso ensayo de Thomas Kuhn, para expresar este reto, quizá principal al que se enfrenta el divulgador científico.

En efecto: el conocimiento científico, a pesar de estar disponible en bibliotecas públicas y en internet, está efectivamente fuera del alcance del ciudadano medio. La ciencia se expresa, en su forma original, en un lenguaje especializado que sólo pueden entender los expertos. En el caso de las ciencias físicas, este lenguaje puede ser el de las matemáticas, con todo lo que ello implica en términos de preparación antes de ser capaz de entenderlo. Pero incluso en las ciencias menos matematizadas, como las biológicas, la terminología técnica se constituye en una barrera infranqueable para todo profano.

Es tarea del divulgador, pues, “traducir” (en el sentido creativo de volcar a otro lenguaje) la ciencia para que pueda ser asequible. Y, como toda traducción verdadera, esta labor tiene que ser una recreación: así como el traductor de un poema tiene que escribir otro poema en un idioma distinto, el divulgador tiene que crear un nuevo mensaje en el lenguaje natural de su público.

Al traducir un poema, algo siempre se pierde; pero algo, una esencia, tiene necesariamente que conservarse. De otro modo, se habrá traicionado la obra original. Lo mismo sucede con la divulgación, y es aquí donde encontramos la tensión mencionada en el título. ¿Hasta dónde tiene el divulgador derecho a transformar el mensaje, a usar su creatividad para convertirlo en algo no sólo comprensible, sino atractivo para el lector, sin por ello traicionar el rigor científico de la versión original?

Pues sucede que, necesariamente, cuanto más riguroso y cercano a esa ciencia en versión original sea un producto de divulgación, difícil será acceder a él; más contexto previo necesitará un lector para poder comprenderlo. Quien no lo tenga -como sucede con la mayoría del público lego, sobre todo el que aún no está interesado en la ciencia, que constituye la mayoría- se enfrentará a un mensaje árido en incomprensible y, frustrado, se alejará de él.

Pero por otro lado, cuanto más ameno sea el producto de divulgación, cuanto más creatividad e ingenio haya empleado el divulgador para transformarlo, más alejado estará de su versión canónica, y más riesgo tendrá de contener errores o inexactitudes. De traicionar el espíritu del poema original.

Rigor y amenidad: he ahí los dos extremos en los que debemos cuidarnos de caer. Encontrar el justo medio es parte del arte del divulgador.

1 de febrero de 2003

Divulgadores fieles y herejes

Martín Bonfil Olivera
publicado en El muégano divulgador, núm. 22 (febero-abril 2003)

Al hablar de divulgadores de la ciencia, a veces pareciera que todos somos iguales. Pero basta con asistir a un congreso o hablar con más de dos colegas –a veces dentro de una misma institución– para notar la extraordinaria diversidad de concepciones que existen acerca de nuestra actividad. Aun así, en mi opinión, pueden distinguirse a grandes rasgos dos grupos: el de los «fieles» y el de los «herejes» (uso ambas palabras en un sentido metafórico, no literal: «fiel» es quien que tiene fe, mientras que «hereje» es aquel que prefiere elegir, que cuestiona).

Efectivamente, existen divulgadores que parten de la convicción básica de que la ciencia es importante y hay que compartirla: tienen fe en la ciencia. Sienten curiosidad, gusto y fascinación por ella, y esto los lleva a admirarla y disfrutarla. Por ello buscan comunicarla, aun en forma independiente de su utilidad. Normalmente estos «fieles» se acercaron a la ciencia, en primer lugar, por el asombro que les produce.

Los «herejes», por su parte, no parten de la fe en la ciencia; por el contrario, le tienen cierta desconfianza, y a veces hasta temor, por la posibilidad de que este conocimiento pueda resultar dañino para la sociedad. Buscan promover el conocimiento y control de la ciencia para evitar su mal uso. Por ello tienden a relativizar su valor, e incluso a veces la confiabilidad misma del conocimiento científico.

Imaginemos círculos concéntricos en los que en el centro está la ciencia en su concepción más ingenua (el científico, encerrado en su laboratorio, generando conocimiento). En el círculo siguiente, encontraríamos la ciencia rodeada de su contexto histórico y social. Finalmente, en el círculo más externo, hallaríamos la ciencia relativizada por sus complejas relaciones sociales, económicas, políticas, ideológicas, etcétera. Pues bien, los «fieles» parten del círculo central; divulgan una imagen de la ciencia que puede llegar a abarcar los círculos externos, aunque no necesariamente. En cambio, los divulgadores heréticos parten del círculo más externo, el de lo ideológico-social, y sólo en ocasiones llegan a abarcar hasta el más central, el de lo más estrictamente científico.

Quizá podríamos decir que los divulgadores «fieles» buscan la apreciación de la ciencia, mientras que los herejes enfatizan la percepción de los riesgos que la acompañan y la forma de evitarlos.

Ambas perspectivas son importantes y deseables, aunque me incluyo, desde luego, entre los divul-gadores «fieles». Y sin embargo, creo que sería mejor ser un «fiel» que no idealizara a la ciencia: que conociera todos aquellos aspectos –incluso defectos– que los «herejes» conocen tan bien. Ser un fiel bien informado que lo fuera no por ignorancia ni candidez, sino por convicción. ¿Será posible?